Álvaro Fischer Abeliuk
El tipo de corrupción sobre la que se discute actualmente en Chile no es de la que se suele hablar en Latinoamérica, aquella en que funcionarios de gobierno al hacer mal uso de los grados de discrecionalidad de que disponen "venden" su decisión de adjudicación o autorización de contrato para enriquecerse personal e individualmente. Lo ocurrido en los casos MOP-Gate, en los programas de generación de empleos (PGE), la recientemente detectada en Chiledeportes y en diversas otras reparticiones corresponde también a un fenómeno de corrupción, pero de características distintas. Se trata de decisiones de funcionarios intermedios, los así llamados "operadores políticos", propuestos para esos cargos por los partidos políticos -es decir, por sus dirigentes-, quienes desvían recursos de proyectos que simulan responder al objetivo de la repartición en la que trabajan, y los canalizan a actividades partidistas, como campañas electorales, apoyo a organizaciones sociales o a juntas de vecinos cercanas a sus partidos. Así, construyen plataformas electorales, necesarias para la siguiente elección, y generan adhesiones y lealtades en una compleja trama de favores recibidos y otorgados que realzan a su partido, a sus dirigentes y eventualmente a los propios operadores, en una suerte de simbiosis que beneficia a todos quienes participan en ella, a costa de los contribuyentes.
Este tipo de corrupción, constituida por innumerables operaciones del tipo descrito, de pequeña cuantía individual que en el agregado suman montos no despreciables, tiene un efecto corrosivo sobre la acción del Estado, pues desvirtúa sus objetivos y frustra a quienes deberían ser los verdaderos beneficiarios de esos fondos. Ello termina por convencer a servidores públicos de reconocido prestigio, como Javier Etcheberry, de lo indispensable que resulta reformar al aparato estatal antes de poder seguir entregándoles más fondos a los programas que maneja. En ese sentido, pareciera que lo mejor que puede hacer el Gobierno es no gastar ni un peso de los excedentes que está acumulando -guardándolos en un fondo que gane intereses, como el que ha propuesto el ministro Velasco-, mientras no se pueda asegurar que no se desvíen de los proyectos a los que se asignen.
Combatir este tipo de corrupción es distinto a combatir la de carácter tradicional. Ello, porque los legisladores -llamados a modificar las leyes para evitar que se produzca- y muchos de los altos funcionarios del Poder Ejecutivo -a quienes les corresponde implementar las acciones correctivas necesarias para controlar ese flagelo- son, en general, miembros de los partidos políticos de gobierno. En consecuencia, han apoyado, explícita o implícitamente, ese estado de cosas, y son, en cierto modo, los beneficiarios de esa red de favores y construcción de plataformas de apoyo en la base social que los operadores han armado con los recursos malversados.
Por eso, para combatir la corrupción no basta con decir que es necesario apartar las "manzanas podridas" entre los operadores políticos, o denunciar los casos detectados a la justicia declarando estar dispuesto a que "caiga quien caiga", porque si no cambia la dinámica interna de los partidos de gobierno, que en su lucha por el poder lleva a sus dirigentes a utilizar operadores para realizar estas prácticas, no se eliminará este ácido corrosivo-corruptivo que recorre el aparato estatal. Y esa disposición de los dirigentes no se modificará con voluntarismos o llamados éticos, sino que sólo ocurrirá cuando recurrir a ella, en vez de generarles beneficios, como ocurre en la actualidad, les genere costos.
Pero dichos costos deben afectar no sólo a los operadores, sino también a aquellos dirigentes que de alguna manera los apoyan, para que ese tipo de conductas tenga una sanción moral con consecuencias electorales. En ese sentido, la actitud del senador Flores va en esa dirección. Lo que él está promoviendo es que esa "ética" partidaria sea expuesta a la opinión pública, que se conozca cómo opera y los daños que causa, y que reciba el repudio moral de la población, de modo que, como resultado de ello, quienes la practiquen paguen costos políticos en la forma de derrotas electorales. La última elección parlamentaria en EE.UU. fue una buena lección para los candidatos ligados a casos de corrupción, pues, en su mayoría, efectivamente fueron derrotados.