Una segunda opinión: De políticos a agitadores
Por Eduardo García Gaspar
Los resultados de las elecciones federales mexicanas de julio y la estatal de Chiapas en agosto dan una lección tan obvia que pasa desapercibida. De acuerdo a las leyes mexicanas, el gobernante elegido es el que tiene más votos, independientemente de la proporción de ellos que logre. Es decir, un candidato puede ganar con el 19 por ciento de los votos, si es que esa en la mayor cantidad.
Pero incluso con un sistema en el que se gane con más de la mitad de los votos, lo que es necesario entender es que se nunca podrá lograrse la representación absoluta de los ciudadanos, algo que ciertos gobernantes suelen no comprender, al menos por lo que se percibe en México. Uno de ellos, por ejemplo, habla de ser la voz del pueblo, como si el pueblo fuera una persona y no millones de ellas.
Por eso mismo, porque ningún candidato ni ningún partido pueden ostentarse como representantes del pueblo, ni de todos, ni siquiera de casi todos, ellos deben ser de naturaleza pacífica y respetuosos de las leyes. Los partidos son minorías por definición. Minorías que buscan atraer votos a sus ideas y propuestas, bajo el supuesto aceptado de que serán elegidos quienes logren más votos. Y el perdedor esperará a la siguiente elección su victoria.
Por naturaleza, los partidos políticos son entidades que crean tranquilidad y sosiego en la población. A través de ellos se canalizan las inquietudes políticas de los ciudadanos que los apoyan, pero quienes pueden salirse del cauce legal e inquietar a la nación. Es entonces cuando los partidos y en especial sus líderes asumen un papel de extrema importancia, al tranquilizar los ánimos demasiado inquietos de sus seguidores, ya que quizá estén dispuestos a acciones violentas.
Un partido político, dije, es un grupo minoritario de personas comprometidas con una serie de valores y creencias políticas, ninguna mayor a la de conservar el ambiente que permite su posible elección por medios legales. En otras palabras, los partidos son instrumentos de orden y sosiego político, de estabilidad social muy necesaria en sistemas democráticos que son de por sí inquietos e intranquilos.
Cuando un partido no entiende su responsabilidad en la conservación del orden de la comunidad, dejar de ser un partido y se torna un origen de agitación y desorden que daña la estabilidad y, por eso, lastima las posibilidades de prosperidad de esos a quienes quiere gobernar. Cuando un partido se sale de la ley, de las reglas que prometió respetar, la sociedad entera sufre las consecuencias.
El punto bien vale una segunda opinión y se trata de hacer una distinción entre partidos políticos y grupos de agitación política. La diferencia es enorme. En partido político que se precia de serlo es una institución que colabora notablemente a la tranquilidad política y lo hace por encima de su plataforma. Los agitadores políticos son fuente de desasosiego e inestabilidad. Podemos, por tanto, clasificar al EZLN como un grupo de agitadores, que rechazó la oportunidad de ser un partido político. Pero también tenemos otro caso aún más interesante.
El del PRD actual, en manos de López Obrador, un partido político formal, reconocido y fuerte, que ahora se está transformando en un grupo de agitadores. El PRD, para desfortuna de la democracia mexicana, no es ya un partido político sino un centro de agitación. Tiene ahora mucho más parecido con el EZLN que con el resto de los partidos políticos. Los zapatistas no quisieron ser un partido político. Los del PRD están dejándolo de ser.
La competencia política mexicana inició en 2000 con la primera elección libre y pacífica que llevó al poder a un presidente de oposición y eso fue ocasión de festejo. En 2006 la competencia electoral planteó la selección de opciones más o menos liberales y socialistas, como generalmente es una elección. Es muy desafortunado que ahora esa opción ya no exista.
El PRD actual ha planteado la elección a otro nivel. Ya no es una elección entre partidos. Es ahora una cuestión de elegir entre el orden y la violencia, entre la democracia y el autoritarismo, entre la ley y la palabra iluminada de un político sediento de poder. El PRD ha caído en manos de agitadores y ha dejado de ser un partido político. Y eso es una pena para todos... hasta para los liberales.
egg@contrapeso.info
Por Eduardo García Gaspar
Los resultados de las elecciones federales mexicanas de julio y la estatal de Chiapas en agosto dan una lección tan obvia que pasa desapercibida. De acuerdo a las leyes mexicanas, el gobernante elegido es el que tiene más votos, independientemente de la proporción de ellos que logre. Es decir, un candidato puede ganar con el 19 por ciento de los votos, si es que esa en la mayor cantidad.
Pero incluso con un sistema en el que se gane con más de la mitad de los votos, lo que es necesario entender es que se nunca podrá lograrse la representación absoluta de los ciudadanos, algo que ciertos gobernantes suelen no comprender, al menos por lo que se percibe en México. Uno de ellos, por ejemplo, habla de ser la voz del pueblo, como si el pueblo fuera una persona y no millones de ellas.
Por eso mismo, porque ningún candidato ni ningún partido pueden ostentarse como representantes del pueblo, ni de todos, ni siquiera de casi todos, ellos deben ser de naturaleza pacífica y respetuosos de las leyes. Los partidos son minorías por definición. Minorías que buscan atraer votos a sus ideas y propuestas, bajo el supuesto aceptado de que serán elegidos quienes logren más votos. Y el perdedor esperará a la siguiente elección su victoria.
Por naturaleza, los partidos políticos son entidades que crean tranquilidad y sosiego en la población. A través de ellos se canalizan las inquietudes políticas de los ciudadanos que los apoyan, pero quienes pueden salirse del cauce legal e inquietar a la nación. Es entonces cuando los partidos y en especial sus líderes asumen un papel de extrema importancia, al tranquilizar los ánimos demasiado inquietos de sus seguidores, ya que quizá estén dispuestos a acciones violentas.
Un partido político, dije, es un grupo minoritario de personas comprometidas con una serie de valores y creencias políticas, ninguna mayor a la de conservar el ambiente que permite su posible elección por medios legales. En otras palabras, los partidos son instrumentos de orden y sosiego político, de estabilidad social muy necesaria en sistemas democráticos que son de por sí inquietos e intranquilos.
Cuando un partido no entiende su responsabilidad en la conservación del orden de la comunidad, dejar de ser un partido y se torna un origen de agitación y desorden que daña la estabilidad y, por eso, lastima las posibilidades de prosperidad de esos a quienes quiere gobernar. Cuando un partido se sale de la ley, de las reglas que prometió respetar, la sociedad entera sufre las consecuencias.
El punto bien vale una segunda opinión y se trata de hacer una distinción entre partidos políticos y grupos de agitación política. La diferencia es enorme. En partido político que se precia de serlo es una institución que colabora notablemente a la tranquilidad política y lo hace por encima de su plataforma. Los agitadores políticos son fuente de desasosiego e inestabilidad. Podemos, por tanto, clasificar al EZLN como un grupo de agitadores, que rechazó la oportunidad de ser un partido político. Pero también tenemos otro caso aún más interesante.
El del PRD actual, en manos de López Obrador, un partido político formal, reconocido y fuerte, que ahora se está transformando en un grupo de agitadores. El PRD, para desfortuna de la democracia mexicana, no es ya un partido político sino un centro de agitación. Tiene ahora mucho más parecido con el EZLN que con el resto de los partidos políticos. Los zapatistas no quisieron ser un partido político. Los del PRD están dejándolo de ser.
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