¿Qué tienen en común todas estas cuestiones? Pues básicamente que ponen en cuestión marcos de referencia sólidamente establecidos, hasta el punto que parecen inmutables, y que sólo el hecho de plantearlas como preguntas a considerar ya provocan un terremoto. ¿Qué mueve a quienes las plantean a hacerlo? Pues el convencimiento de que es absolutamente necesario enfrentarse a estas preguntas, porque los retos que tenemos y la situación en la que nos encontramos lo requiere, si queremos dar respuesta a lo que nos exige el presente y no simplemente esperar a ver cuánto podemos aguantar repitiendo los esquemas que fueron válidos en el pasado. ¿Qué explica que quienes hacen estos planteamientos lo hagan únicamente en un contexto de discreción? Pues, normalmente, la plausible certidumbre de que, si lo hacen públicamente, lo que ocurrirá no es que se entre en una discusión razonada, sino que, antes de cualquier argumentación y sin tiempo para ello, serán vilipendiados, quedarán despachadas y descalificadas sus propuestas por el acreditado sistema de etiquetarlas con cualquier estereotipo, y serán objeto de un linchamiento mediático y lo malo es que no les falta razón.
Llegados a este punto, creo que deberíamos preguntarnos si nuestras elites tienen el coraje de decir la verdad. No en el sentido de no mentir (cosa que, por cierto, en algunos casos sería de agradecer); sino en el sentido de una veracidad honesta y coherente con las propias convicciones. En el sentido de expresar claramente su visión de los temas cruciales que debemos resolver, y su análisis de lo que nos es necesario para hacerlo; o, simplemente, de plantear algún interrogante sustancial ante lo que se da por supuesto, establecido e inamovible. Porque hemos de ser capaces de conquistar la libertad de aceptar que, a veces, las soluciones de ayer se han convertido en los problemas de hoy; y la humildad de asumir que las soluciones de hoy pueden devenir los problemas de mañana.
Claro que también sería necesario preguntarnos si en nuestro país además de atrevernos a decir la verdad, tenemos el coraje de escuchar la verdad. Normalmente preferimos el ruido mediático, el etiquetaje descalificador y sectario; el humeante pim-pam-pum pseudoideológico. Antes que escuchar la verdad, preferimos cultivar los tópicos que cohesionan a la propia parroquia, aunque el precio sea seguir retozando en la pereza mental y en la inanidad intelectual. Por eso, no nos engañemos, no le faltan motivos a quien renuncia a proponer su discurso en público ante el riesgo, más que fundado, de pasar sin solución de continuidad a ser crucificado, sin mediar argumento alguno. Vivimos secuestrados en el país de lo políticamente correcto. Pero entre otras razones, no nos engañemos, porque sobreabundan la jaurías de los dispuestos a saltar a la yugular del primero que ose mostrar señales de debilidad o de querer saltarse el guión. Esto genera cada vez más una disonancia perversa entre lo que decimos y lo que realmente pensamos.
Sin embargo, los tiempos que corremos hacen más necesario que nunca el coraje de decir la verdad. Porque en muchos ámbitos de nuestra vida económica, política y social, no nos bastan unos cuantos retoques, sino replantearnos a fondo los parámetros establecidos. Las soluciones de ayer son los problemas de hoy, no las soluciones para siempre. Por eso es tan importante desterrar la frase "esto que te digo te lo digo en privado, pero en público no lo puedo decir". Pero, en justa correspondencia, es igualmente importante batallar para conseguir desterrar el clima social y cultural que la hace posible, comprensible y justificable.
Tanto hablar de liderazgo (y de su ausencia, presencia o necesidad), y quizá convendría empezar por algo más básico. Como, por ejemplo, por la necesidad de ejercer y de acoger el coraje de decir la verdad.
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Fuente:DIARIO RESPONSABLE
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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