Cada región natural tiene sus propias especies. La fauna de la selva, por ejemplo, es completamente distinta a la del ártico. Salvo por la humedad, no tienen nada en común: la primera tiene tigres, papagayos y orquídeas, y la segunda tiene ballenas asesinas y un clavelito bastante feo. No comparten ni siquiera los ratones, que son más o menos parecidos en todos lados.
Con las personas pasa lo mismo. Las mujeres del barrio no son las mismas que las de la ciudad. Las primeras son especies autóctonas que no prosperan en ningún en otro clima. Si se mudan, se marchitan o se mueren.
En los barrios, por ejemplo, las viejas andan sueltas. Roban gajos de plantas, toman "la fresca" en la vereda y demoran a la gente en el almacén. En la ciudad, en cambio, los viejos son invisibles. Matan los días encerrados en un dos ambientes húmedo y cavernoso, mirando por la ventana como autistas y esperando que sus hijos los vayan a visitar. Como si la ciudad fuese el zoológico de Buenos Aires, y el barrio el zoológico de Cutini. O algo parecido.
La vieja con batón, sin ir más lejos, no existe en ningún otro paisaje que en el barrio. El batón (un vestido amorfo de tela liviana cuya panza está siempre mojada y roñosa) se fabrica únicamente en el garaje de las modistas de provincia. En la ciudad no se puede comprar, no existe. Si uno pide un batón le dan un chocolate brasilero.
Para la vieja con batón, baldear la vereda no constituye un quehacer doméstico; es más una actividad social que otra cosa. Una suerte de convención para avisarle a los demás vecinos que está al pedo y que quiere hablar. Lo mismo pasa con las compras. La vieja con batón jamás pisa un hipermercado ni ningún otro comercio con bolsas membretadas. Va al almacén y a la verdulería con su carrito a comprar lo del día, y si tiene que hacer un regalo, compra una bombacha en la mercería y la envuelve con papel de regalo y cinta scotch.
La camiona (que casi siempre se llama Nancy) tampoco tiene su doble cosmopolita, pero si tuviera uno, sería una ex cantante del grupo "Las primas", o una vedette de canal nueve con sobrepeso. Usa mucha ropa ajustada, baratijas enchapadas en oro, botas de taco alto, uñas larguísimas, y mucho pero mucho- maquillaje turquesa. Vive tomando mate, mirando Gran Hermano y revisando catálogos de cosmética nacional. Es chismosa, ordinaria, incluso puerca. Dice "orinar", "cagadera" y "mover el vientre" una decena de veces por día, pronuncia mucho la "n" (dice "bom" en vez de "bueno", por ejemplo), le agrega una "s" a la mayoría de los verbos y mueve las manos como un ventilador mientras habla. Su marido está convencido de que desposó a Moria Casán y la tiene como una reina. Alegre, atiende los pedidos insaciables de ella y las dos nenas, que quieren otro par de botas con flecos, la ñoquerita del veintinueve o llevar al novio de la más grande de vacaciones con ellos a Miramar.
La peluquera de barrio, por su parte, no se parece en nada a los estilistas de la ciudad, (casi todos repetidores de secundario u gays maduros que imitan a Roberto Piazza). Usa una casaca celeste clarito de farmacéutico, tiene el pelo amarillo oxigenado, y en general, es la dueña del local. Es adicta a los adornitos (en su negocio hay mucho cuenquito con agua y piedritas, fuente feng shui y cuadros de cortes de pelo del 86). Sus aliados de todos los días son el decolorante en polvo y la rizadora de cabello (o buclera), un artefacto tan de barrio, que su enchufe no encaja en los adaptadores de la ciudad. Si alguien quiere usar la suya cuando está de visita en la capital, tiene que llevarse un generador o enchufarla directamente al motor de un flete. Su especialidad son los recogidos para fiesta de quince con mucho spray y palmera de bucles, aunque también le piden permanentes y reflejos con gorra de goma, que son dos servicios que en la ciudad no se hacen desde principios de los noventa.
La almacenera es, tanto en la ciudad como en el barrio, una especie en peligro de extinción. Las pocas que han sobrevivido a los chinos son viejas sucias y religiosas que adoran manosear el fiambre y cortar dulce de batata con las manos envueltas en dos bolsitas de nylon. Al lado tienen siempre una nieta gorda que traga polvorones como una boa constrictor, encerrada en una órbita de moscas verdes, con la panza chorreando sobre un afiche de agua Ser. Son falsas, chismosas, sádicas y viven desparramando rumores venenosos que tienen como único objetivo castigar a los vecinos diferentes o que compran en supermercados grandes. Cobran todas su mercadería inmunda con sobreprecio y sienten mariposas en la panza cuando pueden avergonzar a un nene reclamándole el pago de la cuenta corriente delante del resto de la clientela.
En todos los barrios también hay una tarada. No es que en la ciudad no haya, es quelas tienen encerradas mirando dibujitos animados en un departamento igual que a los viejos. En los barrios, en cambio, hay una sola tarada, que tiene un nombre en diminutivo -Marcelita, por ejemplo- y que repite un juego raro que nadie entiende en la vereda de su casa (los tarados hacen el avioncito con los brazos, las taradas tienen rutinas más variadas).
Por último, también hay una adolescente de catorce años, con un cuerpo infernal, que se pone de novia con un vago de veintidós bastante feo y largo. El vago la va a buscar al colegio con el auto (cuando yo era chica era un Falcon y ahora es un Fiat uno medio tuneado) y desde el mediodía se instala en su casa. Se estaciona frente a la tele con la novia a upa y aprovecha las pausas para acomodarse las bolas, decirle porquerías al oído y acariciarle las piernas. Van juntos a todos lados agarrados de la mano y se pelean más o menos una vez por día, porque ella quiere salir con amigas y él no la deja. La rutina es siempre la misma: él le grita desaforado en una esquina o adentro del auto y ella llora sin parar. Finalmente, ella lo abandona cuando empieza la facultad, y durante un tiempo hay algunos escándalos en la puerta de su casa cuando el vago aparece llorando, histérico, y golpea las ventanas hasta el padre de su ex novia sale a calmarlo o a molerlo a palos.