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GENERAL ERNESTO VIDELA |
En un día como hoy, hace 25 años, en la Sala Reggia del Vaticano, Chile y Argentina suscribieron solemnemente el Tratado de Paz y Amistad alcanzado gracias a la intervención mediadora de la Santa Sede.
Durante este lapso ha quedado en evidencia que los fines perseguidos en dicho tratado se han cumplido a cabalidad. Ambos pueblos han avanzado por la senda del entendimiento y la colaboración, dejando atrás un triste pasaje de la historia que los tuvo al borde de la guerra. Pero no ha sido sólo fruto del mero cambio de los tiempos; de la atmósfera creada una vez zanjada la controversia; de un simple "realismo político" que terminó por convencer a ambos gobiernos que lo mejor era un arreglo definitivo, o porque fue una especie de "armisticio" de un conflicto que no fue. Esto tiene su raíz en la visión de los respectivos gobiernos que aceptaron el ofrecimiento del Papa Juan Pablo II de firmar no sólo un efímero acuerdo de paz, sino un compromiso de construirla día a día.
El Santo Padre, más allá de proponer una solución mutuamente aceptable para ambas partes en los variados temas que conformaban el Diferendo Austral, incorporó en el documento los dos pilares que consideraba indispensables para facilitar la convivencia fraternal entre ambas naciones: un sistema de solución de controversias perfectamente normado -que cada parte pudiera usar y ninguna frustrar su aplicación- y la formación de una comisión binacional permanente de cooperación económica e integración física que facilitara el desarrollo de intereses compartidos que, lamentablemente, ha perdido el sentido con que fue concebida. Felizmente, el Papa fue escuchado por los presidentes de entonces, que aceptaron su sugerencia, y así pudo concretar el tratado.
Hoy es un documento vivo y se usa a diario. Por los canales australes, motivo de fuertes tensiones en el pasado, navegan los buques conforme a las disposiciones que se acordaron; de manera permanente se usan las disposiciones que regulan tanto las reuniones tendientes a prevenir desacuerdos y a usar los mecanismos de solución de controversias. El recurso a la instancia jurisdiccional ya no es considerado casus belli , como entonces lo consideraba el gobierno argentino, y por tanto ha imperado la razón por sobre la pasión ultranacionalista.
En este aniversario es justo entonces hacer un reconocimiento de gratitud a todas las autoridades superiores que apostaron con valentía por la paz, porque lo hicieron cuando estaba seriamente amenazada. En primer lugar, al Papa Juan Pablo II, que dio un ejemplo al mundo de consecuencia y coraje político que no ha sido suficientemente destacado, pero que la historia consignará; al infatigable cardenal Antonio Samoré, paradigma de la milenaria diplomacia vaticana, el único que no alcanzó a ver culminada su obra; a monseñor Gabriel Montalvo y a monseñor Faustino Sainz Muñoz, queridos, leales e inteligentes colaboradores del cardenal, y, por cierto, al cardenal Agostino Casaroli, quien dirigió la culminación del proceso.
También merece ser resaltada la decisiva participación que le cupo al Presidente Augusto Pinochet, especialmente en la etapa previa a la mediación, porque su conducción firme, serena y prudente fue decisiva para evitar que nuestro país fuera agredido militarmente. Así se salvaron miles de vidas jóvenes y se evitó un conflicto que habría cambiado radicalmente nuestro panorama vecinal y regional. Tenemos una deuda de gratitud con aquellos soldados de las FF.AA., carabineros y civiles que expusieron su vida por la patria, y con sus familiares que aguardaron con resignación el desenlace de los aciagos acontecimientos. Y, por cierto, el país debiera recordar con admiración a personalidades como Julio Philippi, Santiago Benadava y Enrique Bernstein, que ya no están con nosotros, pero que fueron ejemplo de servicio a Chile y fuente de enseñanza, modestia y prudencia. Justo además es recordar con admiración la valentía del Presidente Raúl Alfonsín, que se atrevió a zanjar la controversia histórica.
Chilenos y argentinos tenemos la obligación de responder a la confianza depositada en nosotros por el Papa Juan Pablo II, que cargó sobre sus hombros la pesada misión de imponernos la paz sin medir consecuencias. Por ello, debemos exigir mesura, prudencia y voluntad de entendimiento de nuestros gobernantes. Estamos obligados a vivir juntos por siempre, y la mejor e inequívoca forma de hacerlo es a través de una sana y fraternal convivencia.
Los chilenos tenemos una deuda aún mayor con el Santo Padre. Eufóricos y emocionados participamos de la visita que nos hizo terminada la mediación. En inciertos momentos, marcados por la división interna, nuestros espíritus vibraron con su presencia, porque entendimos que sin prejuicios ideológicos nos traía a todos el milagro del amor, y así nos abrimos a recogerlo. Los enormes logros materiales alcanzados parecen, eso sí, que nos hubieran hecho olvidar la médula de su mensaje pastoral. Nos llamó a la reconciliación, y aún seguimos atados al pasado que nos dividió tan profundamente. Nos pidió perdonar, y seguimos a la espera de la venganza. Nos invitó a respetar nuestra diversidad, pero continuamos descalificándonos mutuamente.
Aún es tiempo de volver a escuchar el mensaje de Juan Pablo II y acoger su llamado al perdón y la paz interna, para trabajar unidos por los pobres que no pueden seguir esperando y, por qué no, levantar en su nombre un monumento a la reconciliación.
(Jefe de la delegación chilena a la mediación papal)
CONSULTEN, ESCRIBAN OPINEN LIBREMENTE
Saludos
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
DIPLOMADO EN GESTION DEL CONOCIMIMIENTO DE ONU
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