El centro que necesitamos
NO hace falta entrar en grandes debates intelectuales sobre la posmodernidad o sobre el principio de indeterminación de Heisenberg (ese que dice que la posición de un electrón es intrínsecamente indeterminada) para darnos cuenta de que estamos viviendo una época de indefinición en los conceptos. El ciudadano medio de este país sufre un aluvión de consignas políticas, generalmente contradictorias, sobre conceptos claves en el juego democrático. Así hemos visto cómo una organización política que se define como «de centro reformista» es tratada de «prehistórica, que da miedo», cuando no directamente de fascista con correaje y bota alta incluida.
Esta proliferación de ataques y de repetición de consignas descalificadoras tienen desgraciadamente más éxito electoral del que nos gustaría a muchos. Un ciudadano decente, y lo son la inmensa mayoría de los españoles, rechaza estas descalificaciones. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que estos ataques cumplen un objetivo quizá aún más perverso intelectualmente hablando que el mero arrinconamiento de la oposición: provocan indefinición en los conceptos y lo que es aún peor: en los principios. Muchas personas sufren esta presión sintiendo como se tambalean sus referencias, dudando de si algo puede ser calificado de extrema derecha, de derecha o de centro izquierda, ya que a veces se califica desde medios muy dispares en un sentido u otro, con casi total impunidad. La conclusión nihilista a la que desgraciadamente llegan algunos es que «todos son iguales», y su corolario de «da igual unos que otros».
A ello hay que unir una actitud, legítima eso sí, pero de efectos también perturbadores, sobre lo que debe entenderse por centro político. Para algunos de nuestros políticos, y para algunos de nuestros comentaristas y analistas, el centro político es un mero lugar geométrico, como si hablásemos del centro de la circunferencia, en donde apoyamos la punta del compás para dibujarla. Para ellos el centro es simplemente una elemental equidistancia política. Si aquellas formaciones que ellos han establecido como «extremos» (aunque pueda ser la suya propia, ¿les suena?) adoptan cierta posición, el justo medio de estos «centristas» es aquel lugar equidistante de los extremos, que es así determinado prácticamente con «escuadra y cartabón».
Me explicaré: seguramente muchos de nosotros hemos sufrido en alguna reunión de comunidades de vecinos a ese compañero de inmueble que primero escucha a los demás, y según como vaya la cosa y se vayan definiendo las posiciones adopta un papel u otro, siempre en la más estricta equidistancia de las posiciones enfrentadas. No se define. Si al cabo de un mes o de un año, los planteamientos de la comunidad son otros, nuestro camaleónico compañero puede adaptar una posición incluso contraria a la que defendió con anterioridad. Las ideas no importan, han muerto. ¡Larga vida a la geometría política! No es muy difícil deducir un hecho relevante: nuestro vecino, quizás más por entretenerse que por otra cosa, pone sistemáticamente su soberanía en las posiciones de los demás. No es verdaderamente independiente.
Llegados a este punto, y para no caer justo en lo que criticamos, la indefinición conceptual, es necesario encontrar una definición de centro político; una definición que elimine la neblina pasajera que posiblemente sufra un español cualquiera, sea del partido que sea, ante el bombardeo de consignas que sin duda está sufriendo, y que le ayuda a dilucidar con absoluta libertad y desde sus propias convicciones qué partido o partidos ocupan hoy por hoy el centro.
Al hablar de las personas, y de sus intereses, estamos hablando de un ambiente de libertad, sin olvidar que los españoles lo que quieren es ser iguales, cosa que sólo se consigue potenciando el valor de la solidaridad, más allá de la mera retórica, y del sacrificio de esta solidaridad real en aras de uno de los otros dos.
Los partidos centristas españoles han tenido respaldo cuando se han armonizado estos valores sin pretender primar uno de ellos sobre los demás, algo que no se debe olvidar en un momento en que parece que se quiere reabrir el debate ideológico.
¿Qué es eso del centro? A algunos hablar de centro les traerá a la memoria la UCD o el CDS. No es el momento de hablar de estos partidos, pero sí de decir que parece evidente que el centro sea algo más que unas siglas o que una mera equidistancia de los extremos como decíamos antes. Ocupar el centro político es a nuestro juicio más una cuestión de formas y de valores que una mera cuestión posicional. Ocupar el centro es devolver a la política aquéllo que debe ser su protagonista esencial: las personas. El interés de las personas, y todo lo que a ello va asociado, debe ser el norte y guía de un partido que pretenda ser centrista.
Por ello, un partido es de centro en la medida en que antepone a su propio interés partidario cosas tan sagradas como la convivencia entre los españoles, el uso racional de los recursos públicos (que son de todos, no es verdad que no «sean de nadie»), el bienestar de las personas, el enterramiento de odios ancestrales que pudiesen existir y sobre todo una búsqueda de una verdadera paz para todos, paz que nace de la justicia en la gestión de las cosas públicas. En definitiva, poner a la persona y sus necesidades como el auténtico objeto de la política, intentar resolver los problemas reales de los españoles, y no otros supuestos o inventados. En definitiva, centro es poner las ideas al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de las ideas. Por eso los españoles pedimos a quienes deben protagonizar este debate que piensen en el conjunto de la Nación y no sólo en quienes tienen su misma ideología.
¿Qué partidos pueden suscribir un catálogo de superación en esta línea? Corresponde a cada uno en conciencia el contestar a esta pregunta. Desde la propia libertad, debe contestarse quien atiza el odio y quien no. Lo que sí podemos decir, con rotundidad, es que sin estos planteamientos una realidad como la Unión Europea, aun incompleta pero exitosa, sencillamente no existiría. Conviene recordar que estos principios que defendemos en estas líneas son precisamente los que animaron a los fundadores de las Comunidades europeas: la superación de las viejas rencillas nacionales poniendo a la persona como objeto de la acción del Estado, y no al revés.
Si conseguimos esto, podemos decir como Jean Monnet: «Nosotros lo que pretendemos es unir a las personas». Esperemos que pueda ser así en no mucho tiempo.
JOSÉ MARÍA GIL-ROBLES
Ex presidente del Parlamento Europeo, Centro de Estudios Comunitarios
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